Pues para mí no. Detesto, detesto la primavera. No sólo por las alergias que hacen que lamente verme cada mañana al espejo con los ojos hinchados, la nariz roja y sarpullido en la piel. No sólo porque me moleste el cambio de luz y pase dos meses con jaqueca, ni porque tengo que crear toda una estrategia de defensa contra los bichos voladores chicos, que me atacan impulsados por el viento. No sólo porque me da asco la 'florecencia' de la cursilería en todas partes, la gente apareándose por ahí irracionalmente, sin control alguno de sus hormonas, qué repugnante!
Parejas besándose sonoramente en el metro, toqueteándose... me dan ganas de ir a darles las gracias por hacer que el precio de mis pastillas suba cada año, con los farmacéuticos sobándose las manos por los ingresos extra que les significan esta manga de... personas afectadas por la fiebre primaveral.
Pues no, todo eso lo detesto, pero una de las razones principales de mi profundo odio hacia esta estación es que siempre termino en primavera, 'la estación del amooors´.
No sé por qué razón, entre septiembre y noviembre mis relaciones peligran. Hay quiénes creen que todos pasamos por las "crisis de los 3 meses", la "crisis del primer año", la "crisis del año y medio" y así un largo etcétera. Otros dicen que si una relación sobrevive a las temibles "vacaciones de verano" o "de invierno" es algo que va en serio. Como si la gente se demorara una cantidad de tiempo exacta en 'notar' las desaveniencias o fuera incapaz de soportar la llamada 'viudez de verano' -Aunque esto último es posible, tomando en cuenta el comportamiento hormonal de algunos-.
La verdad, no sé si para alguien se cumplan estas reglas, lo que sí sé es que la primavera ha resultado ser fatal para mis experiencias amorosas.
Es como si en esta época estuviera más predispuesta a estar chata y decir "Pta, si no se la juega él, entonces esto no va para ninguna parte". Es la época en que suceden las grandes peleas, los "tenemos que hablar", los "trataré de cambiar" y los "démonos un tiempo".
¿Seré yo? De pronto veo que hay algo: una actitud, una situación que no me gusta, y la converso, la trato de solucionar, ser colaboradora, participativa, buena onda... pero nada, vuelvo a mirar y sigue ahí, como burlándose de mí.
En septiembre noté que A era un egoísta que sólo pensaba en su carrera. En octubre terminé con R después que su manía de coquetear con una de sus amigas sobrepasara el límite de mi paciencia. En noviembre murió mi idilio con J, muy apuesto pero incapaz de juntar 3 frases coherentemente. Y de nuevo en octubre, paso por mi crisis eterna primaveral, esta vez porque encuentro que mi galán es un poco tosco y rudo a veces para expresar lo que le molesta.
Supongo que está bien decir que una tiene sus límites y que hay cosas que jamás dejará pasar, yo por ejemplo me dije mucho tiempo atrás que jamás estaré con un hombre violento, irresponsable, infiel y ególatra (basta que cumpla sólo una de estas condiciones para que no vuelva a ver mi sombra). El problema es que, al ser tan fiel a mí misma, apenas veo cualquier atisbo de problemas salgo huyendo por la puerta más cercana, tratando de no mirar atrás para no volverme sal.
Ahora, con un poco más de experiencia en el cuerpo, estoy cansada de correr y refugiarme. Estoy cansada de perder. Miro parejas que llevan 30, 40 años de casados, y son capaces de quererse y amarse como si nada. O como si mucho, porque me imagino que deben haber pasado por problemas y que, contrariamente a lo que yo hago, los deben haber resuelto.
Pero ¿cómo se logra eso, Dios mío? Vez tras vez me he topado con personas tan o más testarudas que yo, que les cuesta confiar y sobre todo ceder. O que te dicen "Está bien, lo hago" y lo dejan para más rato, con la esperanza infantil de que se te olvide. ¿Alguien ha visto que eso alguna vez funcione? ¿En la vida real?
Ah... Yo sólo quiero encontrar un gran amor, como los de antes.
Liss